La existencia de niños y adolescentes que deciden irse de su casa y atreverse a cruzar fronteras es un fenómeno muy antiguo, recogido incluso (y casi de forma excesiva) en los cuentos populares. Uno de estos jóvenes migrantes fue mi abuelo, que con 16 años dejó atrás su Reus natal para embarcarse hacia “las Américas” en busca de oportunidades que su tierra le usurpaba. Los tiempos han cambiado, pero las migraciones de niños y jóvenes menores de edad es un fenómeno que se sigue dando, sobre todo en espacios de fronteras desiguales.

La migración de lo que se conoce como menores no acompañados (MNA) -un término acuñado por la Comisión Europea en 1997- es actualmente una de las mayores preocupaciones en lo que se refiere a migraciones internacionales hacia Europa. En los últimos años, España se ha convertido en el principal país del Mediterráneo receptor de menores que migran sin acompañamiento familiar. Según los datos del Ministerio del Interior se calcula que en este momento son más de 13.000 los menores de edad extranjeros tutelados por las Comunidades Autónomas, incluyendo Ceuta y Melilla. Estudios realizados por entidades como Save The Children y UNICEF señalan que los menores migrantes que llegan solos a la frontera sur, es uno de los colectivos más vulnerables. Aunque no hay un perfil claramente definido, se trata por lo general de niños, niñas y jóvenes que parten con un proyecto migratorio claro, ya sea trabajar, estudiar o ayudar a su familia. Otros escapan de situaciones de maltrato, pobreza, falta de recursos y también de violencia de todo tipo.

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